Se fue.
La luz había dejado de verse y tan solo la claridad daba a entender que antes había estado presente. La noche se cernía alrededor de sus ideas; él, abrumado por la complejidad de éstas, decidió darse un respiro.
Escuchaba en su cabeza resonar a Cristina, a Laura, y a José y a Javier. Cada uno con su historia y cada historia sin final...
Buscando, inútilmente, una solución en común para todos esos acertijos encontró un mechero, sacó de su bolsillo una cajetilla y de la cajetilla un cigarro, y un papel.
Sabía que algo le picaba, tenía que moverse, no podía quedarse igual, quería rascarse y buscó en su calcetín, a la altura del tobillo. Un trozo de plástico envolvía aquella sustancia oscura. La rascó, la calentó y la mezcló con la viruta de tabaco rubio que soltó el cigarro; Ahí estaba todo junto, lo bueno lo malo, lo consciente y lo inconsciente, en forma de canuto.
Fuego, para intentar acabar con todo eso, y que de algún modo se interiorizara. Calada a calada el humo intentaba escaparse en el aire, él lo llevaba hacia dentro, hacia el pecho. Llevaba el ritmo de la respiración acoplado al ritmo de transpiración de aquellas ideas que, poco a poco, se fueron mezclando. Se iban resumiendo, relativizando, pormenorizando, hasta que se le olvidaron.
Había perdido la noción del tiempo pero apenas habían pasado un par de horas, durante las cuales se olvidó de los motivos que le afligían.
Esos planteamientos y sentimientos le acompañarían muchas más noches en las próximas semanas, los próximos meses, incluso en los próximos años. Él se fue enfrentando a ellos con o sin relfexiones, sólo o acompañado, enfriándose o quemándose, fumando o sin fumar, guardándose o gastándose. Cada batalla interior forjó su actitud y maduró en base a aquellas experiencias. Era entonces cuando amanecía, y cada día intentaba ser consecuente con sus ideas, hasta que la luz se iba y volvían las sombras.
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